Aprendí a decir adiós muy pronto,
quizás demasiado.
A dejar ir a personas que realmente me importaban,
a ir alejándome.
Todo tiene un final,
pero casi siempre puedes decidir cómo será.
Quiero pasar por esta vida dejando huella,
pero intento no dejar cadáveres a mi paso.
Ese hilo de plata que os une y crees irrompible un día cede
y las tijeras que lo presionan lo cortan y deja de brillar.
Por un instante todo pierde el color y la intensidad.
Pero eso dura un instante.
Y si lo pienso en frío
tengo la ventaja de haber aprendido a despedirme.
Aunque no me guste. Aunque duela.
Dejar ir.
No fue demasiado pronto, porque ya lo he madurado.
Darle a alguien, el que sabes que será el último abrazo.
Ese nudo en la garganta pasa.
Y luego sólo queda lo bueno que has vivido.
Las risas, confidencias, los miedos compartidos.
Sientes que el peso,
que tiraba de tu interior hacia el suelo,
cae y vuelves a flotar.
Nuevas sonrisas, nuevos ojos, nuevos abrazos, nuevas conversaciones.
Refresh.
Y volver a comenzar, y volver a darlo todo. Porque nunca ha sido en vano.
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